martes, 12 de agosto de 2014

Vidas... ¿paralelas?

Hace 75 años en el seno de dos familias humildes y austeras de la España agrícola nacieron Miguel y Juan. Sus madres, de pequeñitos, les enseñaron a rezar el "Jesusito de mi vida" al irse a dormir. Les explicaron quien era Jesús y como tratarle. Aquel trato tornó en amistad, después en amistad sincera y después en amor, sencillo y fuerte.

Un día, siendo todavía casi niños Miguel y Juan decidieron dejarlo todo y dedicar su vida a quien tanto amaban, a dar razón de su fe y de su alegría. Ambos dejaron sus casas, y se hicieron sacerdotes.

Estudiando la Palabra, todavía se enamoraron más de Dios. Juan fue destinado a una parroquia no lejana a su pueblo, clavada en las montañas. Supo compaginar su misión parroquial con el estudio del euskera, que algunos hablaban en aquellos valles, de la historia y la etnografía de la zona. Entre misas y rezos siempre encontraba tiempo para enseñar euskera o historia a quien se lo solicitaba. Y Jesús se alegraba de ese amigo tan esforzado y amoroso.

Miguel ingresó en la orden de San Juan de Dios. Quería curar almas y cuerpos y por ello estudió enfermería y pidió un lugar en primera línea, en el África negra. Pobre entre los más pobres descubrió que el compromiso y la ayuda a los demás son más fuertes que la ciencia y los medios materiales. Entre misas y rezos siembre encontraba tiempo para atender a los enfermos y reconfortar a los que literalmente morían en sus brazos. Y Jesús se alegraba de ese amigo tan esforzado y amoroso.

Con el paso de los años Juan pasó a hacerse llamar Jon y su afición por el euskera y la historia local llegó a ser su ocupación primordial. A medida que sus participaciones en grupos locales de todo tipo, incluso de exaltación nacionalista, crecían, los bancos de su parroquia se vaciaban. El horario de confesiones despareció del cartel de la puerta y el confesionario se llenó de telarañas. El rezo del rosario pasó a ser dirigido por alguna beata feligresa. Un día, sin saber bien por qué, decidió ayudar a dos jóvenes que huían de la Guardia Civil tras haber quemado un cajero en una manifestación nacionalista. Esa tarde, mientras subía al presbiterio a celebrar Misa pasó junto al crucifijo, cubierto de polvo, y notó que algo brillaba en la mejilla de Jesús. Parecía una lágrima.

Miguel dejó su piel durante 54 años en Ghana y después en Liberia como director espiritual de los enfermos del Hospital de San José. Jamás dejó de pedir a sus familiares en España oraciones, medicinas y ayudas. Su salud y su corazón -físico- empezaron a resentirse, aunque su otro corazón -el del amor- estaba cada día más potente. Una tarde mientras subía al presbiterio a celebrar Misa se sintió muy mareado. Pronto fiebres, dolores, diarreas y vómitos. El ébola se cebaba con él. En un ataúd de plástico y críticado por la mitad de su país llegaba a España.

Esta mañana, desde la cruz de la habitación del hospital Carlos III en la que Miguel agonizaba, Jesús le ha alargado sus brazos y le ha sonreído. Él también.


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