Terminada la Guerra Civil, en 1940, un grupo de jóvenes
navarros, en torno a la Hermandad de los Caballeros de la Cruz, si, esos que
siguen celebrando Misas cada 19 de mes en la capilla-catacumba de los Caídos
para gran pasmo de nuestros parlamentarios comecuras, decidió peregrinar hasta
Javier para pedir por los muertos y por los vivos.
Javier fue un hombre universal. Sin fronteras. El mundo se
le quedó pequeño. Y por eso llevó su Fe, nuestra Fe, hasta donde nadie antes
había llegado.
Leeremos estos días en los medios de siempre aquello de
"la Iglesia Católica quiere arrogarse el mérito de esa convocatoria cuando
la inmensa mayoría de los que van sólo buscan hacer algo de deporte". Pues
no. Nadie se mete en el cuerpo 50 kilómetros sobre asfalto, ni 25, sólo por
hacer deporte. Para eso subimos la Peña de Unzué o la Mesa de los Tres Reyes.
Hay que ir y verlo: verán banderas de España con el Corazón
de Jesús, cientos de cruces de madera de muchas parroquias de Navarra y de
fuera de Navarra, seminaristas orientales que estudian donde el Opus, grupos de
amigos y familias enteras rezando el rosario, personas descalzas cumpliendo
promesas o purgando culpas. Todos descubriendo que la vida es un camino.
Este año, más que ninguno hay que ir a Javier. Primero porque
se cumplen 75 años de esta tradición tan Navarra. Y segundo porque necesitamos
el silencio de esa caminata. Unos necesitarán silencio para rezar por nuestros
hermanos cristianos perseguidos en el Medio Oriente; otros necesitarán silencio
para pedir perdón por tantas inmoralidades que han cometido y que nos han
llevado a jugarnos Navarra a cara o cruz en los próximos meses; otros
necesitarán silencio para que dejemos de mirarnos el ombligo, de pensar en
nuestra parcelita, en nuestro charco, de mirar a los demás por encima del
hombro y decidir, como hizo Javier querer sumarse a un proyecto grande, a un
proyecto ilusionante, a un proyecto que trascienda nuestras fronteras.
Peregrinen, peregrinen, que algo queda.
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